Autor : Douglas Salazar
Profesor , Licenciado en Letras, mención Historia del Arte. Máster en Lingüística Aplicada a la Enseñanza del Español como Segunda Lengua y alumno del Máster Trainer en Neurocoaching Educativo EINEC
- Papá, quiero un piano -dice el niño de pronto y sin anestesia, quebrando el pausado ritmo de la cena.
- ¿Un qué? – salta el padre, pasando a la defensiva. Algo le dice que no quiere tener esta conversación.
- Un piano.
Silencio y un suspiro hondo disimulado. El padre sigue comiendo; de pronto, si no responde, la conversación no sigue, desaparece sola, se esfuma tan rápido como llegó. Pero continúa, claro.
Todas las personas tienen habilidades innatas en estado latente, cada una con un potencial de desarrollo.
Latente, del latín latens, describe algo que está escondido a la espera de ser descubierto, o algo inactivo, a la espera de que lo despierten. Escoja el que lea cuál de las dos versiones prefiere, según le gusten los tesoros o los volcanes. Descubrir esto, despertar eso: hay un poderoso sentido de aventura en estas dos imágenes. Para descubrir o activar un talento es necesario que aparezcan las condiciones que permitan una u otra cosa. Esas condiciones, a veces, pueden surgir de manera harto azarosa. La Bella que duerme en el bosque custodiada por los enanos, es rescatada por el beso fortuito de un príncipe que por allí pasaba. Pero esas condiciones, otras tantas veces, pueden ser creadas: quiso la buona fortuna que Verdi, uno de los compositores italianos más influyentes del siglo XIX, sirviera -siendo todavía un niño- como monaguillo en el coro de la iglesia, donde además de velas y mirra había un órgano. Pero fue su voluntad lo que le llevaba de regreso a Bussetto, caminando varios kilómetros, para tocarlo. Los talentos tienen una voz que le habla hasta a los más sordos. Las habilidades tienen una luz, que persiguen hasta los más ciegos. No solo nacemos con habilidades innatas, sino que instintivamente nos movemos hacia ellas. Están escondidas, sí, pero tenemos el mapa que nos lleva hasta ellas. Están dormidas, claro, pero tenemos también un despertador.
- ¿Papá, me escuchaste? Que quiero un piano.
- Un piano, repite el padre, en voz baja, estrujando la palabra con los dientes. Imagina el objeto, le da la vuelta en la cabeza, demora la respuesta tratando de anticipar la vía de escape a esa charla.
- Sabes que es, ¿no? – se atreve el chico y el padre se pregunta qué colores habrán subido a su cara para que su hijo, de 12 años, le haga esa pregunta.
- Estooo…claro, un piano. ¿Y para qué lo quieres? – suelta, de golpe, pasando por alto el hecho de que un piano, fuera de instrumento, sirve en realidad para muy pocas cosas.
- Venga, papa. Para tocar música, obvio.
Los niños tienen -naturalmente- talentos innatos, pero poco discernimiento para reconocerlos. A esta tarea no ayuda que su diccionario del mundo esté en construcción. Ya bastante ocupados andan descubriendo las cosas del vasto mundo de afuera, como para prestar atención al no menos amplio mundo de adentro, aunque deberían. Sin la guía adecuada, saben que el agua que cae del cielo es lluvia y sirve para crear charcos, pero en cambio, por ejemplo, la tormenta que sienten en el ánimo en un momento de frustración, apenas si la reconocen como propia y mucho menos la entienden. Los talentos, en el tiempo, se revelan al niño como una facilidad espontánea para realizar una tarea. El talento es la llave que abre sin problemas una puerta, allí donde otros necesitarían un cerrajero. O un hacha.
La aclaratoria no lo tranquiliza. Tampoco el recuerdo de aquel día en que, paseando por el centro comercial, acabaron entrando en una tienda de instrumentos musicales. A él le daba igual, pero a su hijo no. Lo supo en cuanto comenzó la inesperada cátedra, en cada piano de los seis que habían el chico se detenía y le contaba las cualidades, virtudes y carencias de éste o de aquel instrumento, saltando de un piano a otro con mal disimulada alegría. ¿Cómo sabia tanto? Al final tuvo que preguntarle. He leído, papá. He leído. El padre estaba preparado para encontrarle al chico, en algún momento futuro, revistas de adultos o hasta cigarrillos. Se había mentalizado para cada uno de esos momentos, se veía a sí mismo, seguro, soltando una sonrisa de comprensión con alguna frase de manual. Pero esto era peor. Para esto no tenía ninguna sonrisa.
- Hijo, verás…un piano no es algo de lo que te puedas librar fácilmente. ¿Es como un perro, entiendes? Ya que lo tienes, no puedes ir a tirarlo por allí.
- ¿-Y para qué quisiera yo deshacerme de él? Digo, del piano. No del perro.
Mal camino. Por esta vía, solo había tropezado con su determinación.
- Eso me temo. Que quizá esto del piano te acabe quitando mucho tiempo…
- Ya verás que no – se apresuró a replicar. En sus ojos apareció un extraño brillo de entusiasmo. – Además, en un par de años tengo que cambiar de escuela y…
Era verdad. Pero el padre ya tenía pensado un instituto para su hijo, de muy buena reputación, exigente. Uno serio. Estaba convencido de que algunas escuelas abrían puertas; otras, las cerraban. No quería alentar en su hijo un pasatiempo menor que acabara por distraerlo de sus estudios. Curiosa forma de escuchar: mientras el crio hablaba, el padre tomaba sus palabras al vuelo, buscando rimarlas con ingeniería. En vano: hipotenusa no rima con partitura.
Los talentos, por ser innatos, tienen un sello de exclusividad que bien pudiéramos llamar la marca de la casa. Como la salsa de tomate para la pizza, que teniendo similares ingredientes sabe distinto en uno u otro restaurante, lo que puedo hacer bien me distingue, me hace diferente de otros y, en consecuencia, único. El conjunto de mis habilidades habla tanto de mí, como el color que tengo de ojos o una eventual predisposición a la calvicie. Encontrar, abrazar y expresar mis talentos es fundamental en la tarea de posicionarme en el mundo y decir aquí estoy, esto soy y vengo con todo. Y aunque a priori puede parecer que reconocer las habilidades que llevamos encima, tan puestas como un sombrero, es tarea que se resuelve fácil mirándose al espejo por la mañana, la verdad es que descubrir y despertar eso que está latente es una faena que lleva lo suyo. ¿Por qué es tan complicado? ¿Por qué estos ojitos que tengo me enorgullecen tanto y de mis habilidades apenas estoy enterado? Ken Robinson afirma que esto obedece, en principio, a que las personas tienen estrecheces de miras a la hora de juzgar sus habilidades, esto es, no saben de lo que son capaces. Creer es un acto de fe. Lo saben los sacerdotes y también los que caminan sobre un alambre a 20 metros del piso, aguantando en sus manos una barra larga. Los triunfos hacen que estas habilidades se consoliden en el tiempo como fortalezas, pero el primer paso requiere siempre de un extraordinario voto de confianza. En algún punto, en algún momento, el entonces desconocido Ray Charles decidió que ya estaba bueno de tocar en tugurios de medio pelo y empezar con su propia banda y bajo su propio estilo. En algún punto empezó a creer en su talento y ya sabemos cómo le fue. Pero no estamos entrenados a confiar en nuestras capacidades. Acaso no las vemos conectadas con la vida que llevamos, ignorando el potencial que tienen de transformarla por completo. Ahora bien, si los padres no han descubierto/activado sus talentos, pueden llegar a pensar que vivir al margen de sus capacidades no solo es posible, sino normativo. A pesar de escuchar historias de increíble superación y de gente realizada haciendo lo que aman y viviendo gracias a ello, su propia experiencia les dice que hay que dejar de soñar y sobrevivir a cualquier costo, sacrificando con ello cosas como cotas más altas de felicidad o la realización personal. Y he aquí que tales padres crían tales hijos.
- He pensado que…quizá…podría ir al conservatorio de música…
¡Herejía! Esta idea aterriza en el plato del padre con la misma contundencia que un piano de verdad, que, ya se sabe, puede pesar hasta más de 200 kilos. Se endereza, busca las palabras correctas, la obertura indicada -vaya ironía, dadas las circunstancias-.
- Hijo, tienes que pensar en tu futuro – silencio que dice: “y si no puedes, aquí estoy para hacerlo por ti”-. Eso no es una buena idea. ¿De qué vas a vivir, siendo un músico? ¿Te has puesto a pensar en las dificultades que vas a tener?
- Papá, ya sé que es difícil de…
- Tu madre y yo, que fuimos a la universidad, tenemos apenas lo justo para llevar adelante la familia.
- Si, pero…
- No queremos que tengas…
Que hagas. Que pases. Que sufras. La tabarra en estado químicamente puro, orgullosamente candidata a la tabla periódica. En este punto el padre ya no escucha y, probablemente, el chico perdió el hambre y también las ganas de hablar. Ken Robinson explica, además, que la gente no conecta con sus habilidades porque mente, cuerpo y sentimientos han sido diseccionados y presentados como elementos desconectados y no como un todo integrado, orgánico. El talento es tan ubicuo como Dios, a quien no conviene buscarlo solo en la iglesia. En esta tarea de separar los colores que solo juntos forman un arcoíris, la escuela tiene su cuota de responsabilidad. En las escuelas hay mucha más “cabeza” que “corazón”, mucha más “mente” que “cuerpo”, mucha más “ciencia” que “arte”, mucho más “trabajo” que “vida”, muchos más “ejercicios” que “experiencias” mucha más pesadumbre y aburrimiento que alegría y entusiasmo, sentencia María Toro. Para esta autora, separar lo racional de lo emotivo conduce a difuminar e incluso anular estas facetas, en favor de un desarrollo unilateral e hiperbólico de lo intelectual. En una escuela jerarquizada, donde las ciencias duras ocupan los primeros lugares y otras disciplinas son consideradas, como mucho, actividades de tiempo libre en las que no conviene poner muchas esperanzas. El futuro solo aguarda con los brazos abiertos a los matemáticos o físicos. Para los demás, los espera alguna clase de purgatorio bohemio, donde se escriben poemas, se toca guitarra y poco más, a cambio de unas monedas. Es así que el camino hacia los talentos está repleto de letreros de advertencia, como si fuera necesario recordar al caminante que se adentra por un campo minado. Y los padres, tomando apuntes, amarran la futura felicidad de sus críos al caballo que se presenta ganador, aún y cuando sus hijos no quieran saber nada de caballos. Y los hijos, tomando apuntes, reniegan de sus habilidades, las reprimen o las subestiman. Sin embargo, maticemos. Este tipo de escuela y el paradigma que la sostiene, era el dominante en el siglo XX, donde el futuro era desconocido, pero más o menos predecible. Hoy en día el futuro es básicamente incierto. Puede que ni la Pitonisa alcance a vislumbrar un mañana sometido a cambios tan bruscos que se suceden a tal velocidad y en tan breve espacio de tiempo. En esta incertidumbre, conectar con los talentos y habilidades no es ya optativo, sino necesario. Ya se asoman algunos cambios, tibios, incipientes en el sistema escolar. No es, todavía, como para soltar campanas al viento, pero hay indicios. La alarma se ha encendido y ya hay quienes la escuchan, Queremos pensar que estamos en el amanecer de un nuevo tipo de escuelas, que promuevan una visión más completa de la compleja naturaleza humana y del mundo.
El padre se da por satisfecho, ha expresado su postura. Está convencido de que su hijo no comparte sus ideas, pero al fin y al cabo, es un crio. No tiene edad para saber qué le conviene: ya luego entenderá. Y esto del piano, se le pasará, no tiene duda. El hijo sale de la cocina derrotado, arrastrando tras de sí el entusiasmo perdido. Por esta vez. La luz que lleva dentro, no va a permitir que se le apague tan fácil.
Ken Robinson habla del Elemento para referirse a ese espacio de encuentro entre las aptitudes naturales y las inclinaciones personales. Cuando las personas están en su elemento establecen contacto con algo fundamental para su sentido de la identidad, sus objetivos y su bienestar. Experimentan una revelación, perciben quiénes son realmente y qué deben hacer con su vida. Conectar con los talentos significa dotar a la vida de un propósito.Los padres que apoyan y conducen a sus hijos a descubrir su elemento, a confiar en sus talentos y a vivir plenamente conectados consigo mismos, obtienen la satisfacción de verlos desplegar todo su potencial y alcanzar de manera natural ese grado de felicidad que aporta una vida internamente orientada. Al final, vivir con pasión suena como una buena enseñanza para nuestros hijos. El personaje de Matteo Scuro, en la inolvidable película de Tornatore –Stanno tutti benne-, encuentra a su nieto, que espera con su novia su primer hijo. Son muy jóvenes y están llenos de dudas e incertidumbres. Entonces, Matteo -pensando en su propia experiencia como padre, en las expectativas que tenía de sus hijos y cómo con ellas los empujó de cabeza a la infelicidad-, les da un único consejo: “tengan a su hijo. No va a ser fácil, pero sabrán salir adelante. Eso sí: no lo eduquen para ser alguien importante. Enséñenlo a convertirse en una persona cualquiera”.